Crónica de un viaje transcontinental en tiempos del coronavirus

Poco antes del cierre de fronteras en Chile y Australia, y en medio de la cancelación masiva de vuelos por la pandemia del COVID-19, el autor de esta crónica nos relata su travesía en tiempos de coronavirus.

Aeropuerto de Santiago, Chile. Sala de embarques del vuelo a Melbourne

Source: Claudio Vásquez

Albert Camus dice en su libro “La peste” que las plagas o pestes son, en efecto, una cosa común, pero que es difícil creer en ellas cuando caen sobre nuestras cabezas. Dice también que estas son como las guerras, y como humanidad hemos vivido innumerables veces las experiencias tanto de unas como de las otras, pero a pesar de eso, “pestes y guerras cogen a la gente siempre desprevenidas”. Yo fui uno más de esos desprevenidos, seguramente como la mayoría de los seres humanos. Uno que poco a poco fue entendiendo que esta pandemia, antes epidemia, truncaría mis planes hacia un rumbo que no podría prever hasta hace apenas tres semanas atrás.

La peste de nuestro tiempo, la que no esperábamos y ha caído sobre nuestras cabezas desprevenidas (salvo en la de aquellos iluminados que les encanta decir “te lo dije” aunque no te hayan dicho nada), es conocida como coronavirus o Covid-19, nombre extraño que nos hace sentir al “bicho” como un ente aún más frío y despiadado. El “bicho” ha recorrido rápidamente el mundo como un fantasma, un aliado de la muerte que toca las puertas de las casas y hospitales para llevarse a los más vulnerables junto a uno que otro incauto, tal como narraban las antiguas historias bíblicas.

Yo soy una víctima indirecta del “bicho”, porque aún no me ha infectado. Sin embargo, su contagioso paseo por el planeta tierra truncó mis planes de trabajo y me tiene ahora en confinamiento obligatorio por 14 días en mi hogar de Melbourne. Suena mal lo de estar confinado en un espacio cerrado por dos semanas, si no fuera porque son muchos en el mundo que están en mi misma situación ahora mismo. “Mal de muchos… consuelo en tiempos de pandemia”. Además, creo que el confinamiento de dos semanas era la mejor opción para mí considerando que las otras disponibles implicaban quedarme atrapado en otro país sin poder volver a mi hogar en una fecha conocida.
Control en aeropuerto de Santiago de Chile antes de subir al avión
Control en aeropuerto de Santiago de Chile antes de subir al avión que se dirigirá a Melbourne. Source: Claudio Vásquez
Viajé desde Australia a Chile, país en el que nací, pensando en pasar allá dos meses desarrollando un trabajo. Cuando inicié este viaje a finales de febrero, el coronavirus era aún un problema que afectaba principalmente a China y en menor medida a algunos otros países que contaban con apenas unas decenas de contagiados. En Australia se comenzaban a rastrear los casos de infectados venidos desde el exterior, se cerraban las puertas a los estudiantes chinos que querían regresar al país para iniciar su año académico y todos observábamos impresionados cómo ese mismo país al que se le había escapado el “bicho”, creaba un cerco sanitario en torno a una región con millones de habitantes para así evitar un mayor contagio, y al mismo tiempo construía hospitales mastodónticos para sus enfermos en apenas diez días.

No ha pasado mucho tiempo desde eso, aunque ahora nos parezcan siglos, porque las cosas han cambiado rápida y radicalmente en todo el mundo. La epidemia se convirtió en pandemia, los infectados se cuentan por cientos de miles y el número de muertos crece en todo el mundo. Aunque son más los que se han recuperado sin consecuencias que los que no han logrado hacerlo, estas buenas noticias no alcanzan a iluminar el oscuro panorama que enfrentamos.

A pesar de que cada día sabemos más de este virus, que es como el primo hermano mal humorado de nuestros habituales resfríos o gripas, todavía tenemos muchas mas preguntas que respuestas. Nuestros expertos y líderes admiten afrontar un panorama nuevo e inesperado, y se encogen de hombros frente al futuro. Esta situación nos provoca estrés, incertidumbre y miedo. Tememos por nuestra vida y por la de los demás, sobre todo por aquellos más vulnerables. El “bicho” no solo es un virus que ataca nuestro cuerpo, sino que también ataca a nuestra mente y pone en jaque al cuerpo social. Amenaza la vida desde dentro y desde afuera. Las pestes, las plagas y las epidemias actúan así, y hemos sobrevivido a unas cuantas a través de la historia, pero todas han torcido un poco nuestro destino hacia rumbos nuevos dejando grandes secuelas en nuestra memoria. El “bicho” es un agente transformador de la historia.
El triunfo de la muerte, de Pieter Bruegel "el viejo".
El triunfo de la muerte, de Pieter Bruegel "el viejo". Cuadro inspirado en los hechos ocurridos durante la peste negra. Source: Wikimedia Commons
Decía que el “bicho” me hizo cambiar mis planes. Pasados apenas 10 días desde mi llegada a Chile, con el Covid-19 haciendo estragos por el mundo y amenazando aún más a un país que venía de meses de convulsión social, tuve que replantearme mi futuro inmediato situándome ante una encrucijada: Permanecer en Chile y quedarme junto a mis padres que están dentro de la población de riesgo, o bien, regresar a Australia en donde está mi hogar, mi trabajo y mi compañera de vida.

No quise tomar la decisión solo, así que hablé con mis padres y también con mi compañera en Melbourne. Todos estuvieron de acuerdo en que lo mejor era que volviera cuanto antes a Australia, antes de que cerraran las fronteras y los aviones dejaran de volar. A días de haber regresado, los acontecimientos les dieron la razón. Al día de hoy, las fronteras están prácticamente clausuradas y muy pocos aviones despegan de los aeropuertos.

A pesar de seguir los consejos de mi familia, aún siento angustia y algo de vergüenza; por escapar, por dejar a mis padres solos. Ellos, sin embargo, nunca transaron en su decisión, me aseguraron que estarían bien e insistieron en que debía volver cuanto antes a mi hogar en Australia, junto a mi esposa. El “bicho” ya no solo ataca el cuerpo y la mente, ataca también las emociones.

Mi viaje de regreso no comenzó cuando finalmente pude subir al avión que me traería a Australia, sino siete días atrás cuando decidí que era hora de apurar mi retorno desde Chile antes de que fuera demasiado tarde.

Comienza este periplo cuando acudo a la oficina de la línea aérea para cambiar mi pasaje. Me dirigí ahí personalmente porque el sitio web y los centros de llamados de la empresa están colapsados por la cantidad de personas que quieren reprogramar sus vuelos. Este “bicho” old fashion parece mucho más temible y eficaz que los avanzados virus informáticos.

Somos muchos esperando que abran las puertas de las oficinas en busca de que nuestros problemas sean resueltos. Converso con la gente que me acompaña en la fila sobre nuestras respectivas situaciones. En ese momento todavía se podía conversar con desconocidos sin temor a contagiar y a ser contagiados. Las autoridades chilenas o australianas aún no hablaban de la distancia de seguridad, ese súmmum del individualismo callejero.

Las historias de viajes pospuestos son variopintas e interesantes: visitas a familiares, vacaciones, trabajo, estudios, etc. La mayoría de las personas se muestra abierta a reprogramar sus vuelos a futuro. Un futuro bastante incierto. Luego de un buen rato de espera llega finalmente mi turno para cambiar mi pasaje. Espero comprensión y ayuda de parte de la línea aérea. Ellos ofrecen reprogramar mi vuelo, pero insisten en que debo pagar por el cambio de tramo más de lo que me costó el pasaje completo. Mi indignación y reclamos no sirven para aplacar la política de cambios de la compañía. Me voy con mi pasaje y mi rabia a cuestas. El “bicho” también ataca el bolsillo.
Aeropuerto de Santiago, Chile. Sala de embarques del vuelo a Melbourne
Aeropuerto de Santiago de Chile. Sala de embarques del vuelo a Melbourne. Source: Claudio Vásquez
Veo más noticias que nunca en los siguientes días. Todo el mundo habla del coronavirus. No hay otro tema. El “bicho” es más famoso que los Beatles. El número de contagiados y muertos suben como la espuma, más y más países comienzan a tomar medidas aún más restrictivas y radicales para hacer frente al problema. Cierran nuevas fronteras, cancelan más vuelos. Me asusto. Creo que debería adelantar nuevamente mi pasaje. Hablo con mis padres y mi compañera. Decidido, me iré lo antes posible.

Parto nuevamente a las oficinas de la línea aérea. El sitio web y el centro de llamadas siguen colapsados. Más gente espera ansiosa su turno para reprogramar sus vuelos. Pero la situación ha cambiado desde hace apenas un par de días. La gente toma más espacio entre sí. Se habla poco y muchos llevan mascarillas. No hay ánimo de contarse las historias que nos tienen ahí.

Luego de muchas horas, consigo hablar con la agente de la línea aérea. Vengo dispuesto a desembolsar más dinero por un pasaje de salida antes de que cierren las fronteras conmigo adentro, o afuera, depende desde donde se le mire. Sucede lo inesperado. Encuentro vuelo para el otro día y no me cobrarán nada por reprogramarlo.

Bueno, casi nada, pues debo pagar una pequeña multa por acudir a la oficina de la línea aérea. Trato de explicarle lo que ella ya sabe, que el sitio web y el centro de llamados están colapsados, por tanto, solo se puede acudir personalmente a la oficina. La señorita me entiende, pero igualmente cobra la multa. Me muerdo la lengua y paso mi tarjeta. Las nuevas medidas gubernamentales son la fuerza mayor que me protege ante nuevos cobros excesivos, pero no ante todos los cobros. Tengo mi pasaje en la mano. Me siento más tranquilo, aunque todavía culpable. El “bicho” me está comiendo el alma.

Acompaño a mi madre a hacer la compra al supermercado antes de partir. Intentamos no acaparar y compramos lo necesario para que ella y mi padre eviten exponerse en los próximos días. Les he insistido en que intenten no salir de casa salvo para lo urgente. Mi madre me tranquiliza diciéndome que sabe lo que tiene que hacer y que no es primera vez que pasa por situaciones de este tipo. Yo estoy preocupado por ellos y ellos están preocupados por mí: Amor de familia. Ambos recordamos cuando estuvimos cercados en una ciudad por cerca de un mes. No fue por una peste, sino por motivos políticos. Fueron tiempos duros. Estamos de acuerdo ambos en que estas situaciones sacan lo mejor y lo peor del ser humano. Frase cliché que, por serlo, justamente es cierta.

El supermercado en Chile ya muestra signos del pánico de la población. Escasean cosas como la harina, el agua, el arroz, los limones (¿?), los productos de limpieza, la levadura y por supuesto, el papel higiénico. Me llevo un paquete grande que pillo en una desabastecida estantería. Sé que el papel higiénico es el nuevo oro en Australia. Mi compañera me amará más que nunca cuando le muestre lo que traigo.

Hago mi maleta dejando parte de mi ropa afuera para hacer espacio a los rollos de papel higiénico. Me produce cierta hilaridad y vergüenza ver mi maleta ocupada por esos elementos que antes todos despreciábamos. He conseguido alcohol gel, guantes e incluso mascarillas. En Chile es muy difícil hallarlas, como en el resto del mundo, pero la inteligencia colectiva de familia y amigos ha hecho que podamos conseguirlas y repartirlas entre todos. El “bicho” desata el saqueo y el acaparamiento, pero también la solidaridad y el ingenio.

Llego al aeropuerto y me pongo mi mascarilla con cuidado, para no contagiar ni ser contagiado. Sé que esa mascarilla no es un yelmo impenetrable, pero he leído que en algo contribuye a disminuir los contagios. Todos nos mentimos un poco.

No hay mucha gente en el aeropuerto, salvo por dos vuelos, a Europa y Estados Unidos, en donde se apilan las personas no respetando ni medio metro de distancia entre ellos. Muchos llevan mascarillas, guantes y otras protecciones caseras que seguramente serán carne de meme. Algunos no soportan sus propias protecciones y están constantemente manipulándoselas. Los observo y juzgo en silencio sus errores “sanitarios”, ¿pero lo estaré haciendo bien yo? En esta pandemia somos todos neófitos.
Covid-19
El "bicho" Covid-19 Source: Getty
Paso inmigración y la revisión de mis bultos de mano. Noto que algunos funcionarios chilenos van protegidos con mascarillas y guantes, mientras que otros no. No entiendo cuál es el protocolo. Seguramente aún no hay uno establecido dado que las directrices cambian día a día, en Chile y en otros países. Mientras espero mi vuelo constantemente miro las pantallas esperando que no aparezca la palabra “cancelado”. No sucede. Alivio. Me dirijo a la puerta de embarque. No llevo ni dos horas con la mascarilla y ya quiero lanzarla lejos.

En la sala de embarque noto que casi todos de mis compañeros de viaje son australianos, pero australianos “típicos”, ustedes ya me entienden… La mayoría de ellos parecen ser pensionados o viajeros que los pilló la pandemia en medio de las vacaciones. No parecen tan preocupados, a pesar de que la mayoría representa la población de riesgo. No llevan mascarillas, ni guardan distancia con nadie. Miro alrededor y noto que los que llevamos mascarilla o alguna protección somos casi la mitad de los pasajeros. Sé nota un poco la tensión y preocupación entre los pasajeros, también entre el personal de vuelo. Es primera vez que viajo en medio de una pandemia. El “bicho” ataca al viajero y al turista impidiendo su libre desplazamiento.

Finalmente estoy sentado en el avión. Me despido de mis amigos y familia a través de mensajes en mi teléfono, y junto antes de apagarlo, me llega un meme sobre dos oficiales sanitarios que certifican nuestra extinción y comentan sobre lo limpio que teníamos el trasero las víctimas del coronavirus. Me rio en silencio.

No somos los primeros que nos reímos de nuestras desgracias en tiempos de pandemia, ya lo hacía Boccaccio en su “Decameron”, libro que habla justamente de como mataban el aburrimiento y evadían las limitaciones algunas personas en los tiempos de la peste negra. Pienso que yo también he caído en esta locura de la peste, asegurando, por ejemplo, mi provisión de papel higiénico. Me avergüenzo un poco de mí mismo, pero al mismo tiempo me preocupa que los oficiales de aduana me impidan la entrada de mi tesoro blanco.
Meme sobre el coronavirus
Meme sobre el coronavirus.
El viaje es extraño. La gente habla poco entre sí y casi no se mueven desde sus asientos. Algunos se cubren completamente con las frazadas, un par de pasajeros lo hace con plásticos. Yo sigo con mi incómoda mascarilla. Al menos he aprendido a colocarme mis anteojos de una cierta manera para que no se empañen con mi propia respiración.

El personal de vuelo también se muestra poco. Algunos llevan mascarillas y guantes, otros no. Una de las asistentes que sirve la comida se queja de que nadie le entiende lo que dice cuando utiliza la mascarilla. Deja de utilizarla. Yo sigo con la mía a pesar de que tengo ganas de lanzarla al infierno. Me miro las manos. Nunca las había tenido tan limpias. Me limpio con mi gel cada vez que toco algo nuevo y me recuerdo constantemente que debo reducir mis impulsos para no hacer lo que naturalmente hago: tocarme la cara. El “bicho” nos ha enseñado el valor de la limpieza.

Llegamos finalmente a Melbourne después de un vuelo atípico. Espero entonces la rigurosidad de los agentes sanitarios, migratorios y de otras oficinas gubernamentales australianas. Vengo con paciencia renovada y hasta con deseos de iniciar mi confinamiento de 14 días. Me autoengaño, como muchos, jurándome hacer en esos días todas las cosas que no he hecho en el último tiempo. Salgo del avión y no veo a nadie vestido como astronauta esperándonos para medirnos la temperatura o interrogarnos sobre nuestros últimos días. Supongo que estarán más adelante, me auto convenzo.

Veo que la mayoría de las personas en el aeropuerto de Melbourne se comportan de la manera habitual, como en tiempos de paz y no de pandemia. Unos pocos llevan mascarillas, pero la mayoría de ellos la tiene bajo la barbilla.

Sigo caminando, esperando llegar a la “frontera sanitaria” pronto, pero nada.

Paso mi pasaporte en inmigración y el oficial solo me pregunta si sé lo que tengo que hacer respecto al coronavirus. Le digo que sí, que supongo que sí. Me dice: “Okey, mate! Welcome back!”. Me encojo de hombros y sigo caminando a buscar mi maleta. Sigo suponiendo que alguien me dirá algo sobre el coronavirus, sobre mi aislamiento, me entregarán un panfleto o me interrogarán más adelante.

Me insisto a mí mismo que Australia, que no deja entrar ni una semilla ni un pedazo de madera no tratada al país, tendrá protocolos avanzados para contener las pandemias. Pero nada. La oficial de aduanas me pregunta si traigo algo, y con ese algo no se refiere al “bicho”, sino a cualquier elemento que afecte la biodiversidad y la seguridad alimentaria del país. “No traigo nada”, le respondo. Me dice que pase con una gran sonrisa dibujada en su rostro. El “bicho” no ha atacado la amabilidad de los aussies.
Aeropuerto de Melbourne.
Aeropuerto de Melbourne. Zona de recolección de maletas. Source: Claudio Vásquez
Me subo al auto con mi compañera, quien ha decidido seguir el confinamiento total conmigo por los próximos 14 días. Le cuento, algo molesto, sobre la falta de protocolos para frenar el coronavirus en el país. Ella me da más ejemplos de otros viajeros conocidos nuestros que llegaron recientemente de Italia, España o Estados Unidos. Todos, dice, se han sorprendido de la falta de rigurosidad en los controles de los aeropuertos australianos. Nos encogemos de hombros.

La pandemia del Covid-19 es una situación nueva y abre a todos los futuros posibles, desde los distópicos apocalípticos hasta los utópicos que acaban con la redención de la humanidad, incluyendo incluso los cambios gatopardianos, esos que parecen grandes revoluciones pero que finalmente no cambian nada.  El “bicho”, o bien será protagonista de nuestra historia, o bien será apenas un estornudo en el devenir del mundo, el que olvidaremos como se olvida una simple gripe. Quien sabe, el tiempo solo lo dirá.

Llego a casa y guardo mis rollos de papel higiénico fuera del alcance de mis dos gatos. No sea que se les ocurra hacer una “gracia” con ellos y reduzcan su alto valor a cero. Empiezo mi cuarentena, avanzando a tientas con la esperanza y el temor a cuestas.


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By Claudio Vasquez

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